Al margen del estilo agresivo, unidireccional impositivo del presidente Donald Trump, México se encuentra ante una buena oportunidad de replantear tres de sus objetivos como nación independiente: un nuevo modelo de desarrollo industrial agropecuario, una política de seguridad nacional a partir de los intereses mexicanos y líneas rojas para frenar el expansionismo imperial del vecino del norte.
Sin embargo, parece ser que las fuerzas políticas nacionales no van más allá de la demagogia. La estrategia mexicana para encarar el uso de aranceles como instrumento de presión política y geopolítica es bastante timorata y se basa en el modelo conocido de la caricatura de Speedy González: darle de coscorrones al gringo y escapar huyendo a toda velocidad.
Paradójicamente, México trata de manera desesperada de mantener el Tratado de Libre Comercio como está en la actualidad, pero carece no sólo de propuestas concretas, sino de una estructura productiva para competir con Estados Unidos y Canadá. Las exportaciones han crecido en bienes primarios, pero los industriales han bajado la participación de productos mexicanos en los artículos de exportación.
El presidente Trump va a lo suyo: restaurar el dominio hegemónico productivo de Estados Unidos que el tratado había desarticulado con empresas americanas que se fueron a naciones con mano de obra barata. Todo indica que, inclusive Trump, se va a jugar el efecto inflacionario local, pero seguirá buscando recuperar el dominio productivo americano.
Es probable que México tenga que acatar hoy las exigencias estadounidenses por razones de coyuntura, pero está dejando pasar la oportunidad de redefinir el modelo de desarrollo industrial y agropecuario con mayor calidad educativa y tecnológica, porque no existe aquí un plan de desarrollo en esos dos rubros por medio del cual el Estado modernice la planta productiva para hacerla más competitiva.
Mientras México no tenga capacidad de producción de alto nivel, seguirá esperando favores y concesiones de Estados Unidos.