Vivimos acelerados. Entre las prisas del trabajo, las responsabilidades en casa y el bombardeo constante de información, pocas veces nos detenemos a hacer algo tan básico como preguntarnos: “¿cómo me siento hoy?”.
Tomarnos unos minutos al día para identificar nuestras emociones no es un lujo, es una necesidad de salud mental, y si somos más específicos, una obligación en este mundo moderno. Ponerle nombre a lo que sentimos es el primer paso para entendernos y actuar en consecuencia.
Las emociones primarias se presentan desde la infancia, son universales y nos preparan para reaccionar ante el entorno:
• Alegría: nos motiva, conecta e impulsa a repetir experiencias agradables
• Tristeza: nos ayuda a procesar pérdidas y buscar apoyo
• Miedo: nos protege ante posibles amenazas
• Enojo: nos permite defender límites y expresar injusticias
• Sorpresa: nos sirve para reaccionar ante lo inesperado
• Asco: nos aleja de lo que puede hacernos daño (físico o emocional)
A partir de estas surgen emociones más complejas, llamadas “secundarias”, que combinan experiencias, pensamientos y el contexto social:
• Frustración: mezcla de enojo y tristeza
• Ansiedad: derivada del miedo, pero con anticipación al futuro
• Culpa: tristeza + juicio moral
• Vergüenza, orgullo, compasión, entre muchas otras.
Cuando no les ponemos nombre, estas emociones se acumulan y salen de formas que no siempre entendemos: irritabilidad, insomnio, falta de concentración o malestares físicos. En cambio, cuando las identificamos y les damos una intensidad (“estoy muy frustrado” o “siento algo de ansiedad”), tenemos claridad.
Y con esa claridad, viene el poder de actuar. Nombrar lo que sentimos no elimina la emoción, pero sí nos permite entenderla, procesarla y buscar una solución si es desagradable. Así como no podemos tratar una herida sin verla, tampoco cuidaremos nuestra mente si no sabemos qué está sintiendo.