En un mundo donde la búsqueda de la felicidad se ha convertido en una obsesión, es fácil olvidar que perseguirla como una meta puede llevarnos en la dirección contraria. La felicidad, más que un destino al que llegar, es el resultado de un proceso de vida guiado por la prudencia, la ética y la sabiduría en nuestras acciones cotidianas.
Esta paradoja radica en que, al enfocarnos en alcanzar un estado constante de bienestar, olvidamos que la vida está llena de altibajos inevitables. Querer evitar el dolor o las dificultades nos puede llevar a un vacío emocional, pues la felicidad no consiste en la ausencia de problemas, sino en la capacidad de enfrentarlos con serenidad y madurez.
Los filósofos clásicos, como Aristóteles, hablaban de la eudaimonía, un estado de plenitud que surge cuando vivimos de acuerdo con la virtud y el equilibrio. Esto implica actuar con justicia, compasión y responsabilidad, no sólo para nuestro propio beneficio, sino también para el bienestar de quienes nos rodean. La verdadera paz interior proviene de saber que hemos hecho lo correcto, aun cuando el camino sea difícil.
La felicidad, entonces, es un efecto secundario de vivir con propósito y coherencia. Cuando cultivamos relaciones sanas, practicamos la gratitud y enfrentamos los desafíos con sabiduría, el resultado natural es una sensación de plenitud. Irónicamente, quienes dejan de obsesionarse con la felicidad son quienes más cerca están de ella.
Quizá sea momento de dejar de buscarla como un objetivo inalcanzable y empezar a vivirla como la consecuencia de un camino bien recorrido, y donde cambiemos forzosamente la frustración persistente de lo imposible, por la aceptación. Un compromiso con nuestro bienestar, satisfacción para lograr incluso reconocer lo malo del mundo como algo necesario en nuestro crecimiento.