
Dentro de unos días, las calles se llenarán de papel picado, calaveritas de azúcar y flores de cempasúchil. Los mexicanos no celebramos el Día de Muertos con lágrimas y silencios, sino con manteles extendidos y vivos colores.
¿Ha estado por estos días en el sureste? En Yucatán, la conmemoración recibe el nombre de “Hanal Pixan”, la comida de las ánimas. Allí no manda el pan, sino un enorme y delicioso tamal, el pibipollo, también llamado “mucbilpollo”. Se prepara con masa de maíz, manteca, achiote, relleno de pollo y espelón, un frijol negro, pequeño y tierno. Esta delicia se envuelve en hojas de plátano y se cuece bajo tierra. Cada mordida guarda humo y sabores que recuerdan a los vivos que nuestros muertos no se han ido del todo.
En otras partes del país, el pan es el protagonista. Su origen no es mesoamericano. En España se preparaba el pan de ánimas, horneado como tributo funerario. Trasplantado a América, se mezcló con los rituales prehispánicos y dio lugar a nuestro pan de muerto. La pieza más común es redonda, coronada con canillas de masa que recuerdan huesos y con una bolita al centro que alude al cráneo. Sin embargo, aunque algunos dicen que, en realidad, no representa huesos, sino los puntos cardinales, según la cosmología mesoamericana.
El pan de muerto de las ciudades se espolvorea con azúcar y se aromatiza con azahar. En los pueblos más tradicionales, en cambio, se adorna con ajonjolí. Así como hay muchos tipos de mole, existen muchos tipos de este pan.
En España, la repostería del Día de Todos Santos siguió otro camino. Para el 1 de noviembre, se comen los huesos de santo: cilindros de mazapán que imitan fémures, rellenos con una pasta de yema. Solemne dulce de convento, cuya blancura brillante exhibe más ironía que piedad.
El Día de Muertos los mexicanos recordamos con la boca lo que el corazón se resiste a olvidar.