Cuenta la leyenda que el dios Huitzilopochtli ordenó a los mexicas fundar su ciudad donde vieran un águila devorando a una serpiente. Y aquí, entre nos, el águila bien pudo haberse posado en un nopal sobre tierra firme y no a la mitad de un lago. Quienes vivimos en la Ciudad de México sabemos lo que eso significa: temblores que se sienten horribles porque el subsuelo es fangoso, y cada temporada de lluvias, inundaciones. Tan fácil que hubiera sido que el águila se posara sobre suelo rocoso en vez del salobre lago de Texcoco.
Pero así fue, y así nació Tenochtitlan.
Curiosamente, Huitzilopochtli también era conocido como el “colibrí del sur”, y me gusta imaginar que transmitió su mensaje en forma de colibrí revoloteando. Después de todo, en náhuatl “colibrí” se dice huitzitzilli, que deriva en Huitzilopochtli.
¿Sabías que si alguien les detiene las alas en pleno vuelo, pueden sufrir algo parecido a un paro cardiaco? Su corazón late a una velocidad de locura: 1,200 latidos por minuto. Y gracias a su forma de volar -dibujando ochos en el aire- pueden moverse en cualquier dirección, incluso hacia atrás.
No es de extrañar que cautivaran a Maximiliano y Carlota cuando paseaban por los jardines del Alcázar de Chapultepec. Wilhelm Knechtel, el jardinero de los emperadores, escribió en sus memorias que los colibríes eran “pajaritos pequeños y gentiles que zumban con la rapidez de una flecha”.
Otro de los nombres con los que se les conoce es zunzún, por el sonido que hacen al batir las alas. Dependiendo del país, también los llaman quindes, tucusitos, picaflores, chupamirtos, chuparrosas, colibríes o huitzitzillis. Pero, sin importar el nombre, son una verdadera joya de la naturaleza.
Lo triste es que tanto el águila mexicana de nuestra bandera como el colibrí, aquel mensajero divino al que le debemos la fundación de Tenochtitlan, son especies amenazadas por la destrucción de su hábitat. Ojalá que en lugar de sólo admirarlos en libros, podamos seguir viéndolos revolotear en el cielo.