El proceso electoral de junio de este año representa un desafío político para la reconfiguración del nuevo equilibrio de poderes en México. Lamentablemente, se dará con los mismos personajes que han medrado con las expectativas de transición democrática de la sociedad.
La definición de las dos candidaturas dominantes por parte de Morena y de la coalición opositora no ofrece ninguna reorganización sistémica que conduzca a nuevas prácticas democráticas, sobre todo porque cada una de ellas ha sido ya contaminada con el cascajo político de grupos y personajes que debieran estar en el retiro político.
Aunque nadie ha planteado la posibilidad, hay que reconocer que existe la necesidad de una gran reforma política institucional del sistema/régimen/Estado/Constitución, porque la república aún es dominada por los vicios del PRI y sus connivencias con la oposición. Además, no responde a la nueva configuración política de los mexicanos que estallaron la crisis de régimen en 1968 y, 56 años después, siguen lidiando con los mismos modelos políticos deficientes y los partidos políticos revolcados.
Al comenzar 2024, todos los indicios señalan que no existe entusiasmo social por el proceso electoral y los ciudadanos están viendo con pasividad que los partidos no se han reestructurado para ofertar nuevas configuraciones políticas e ideológicas.
Las alternancias mexicanas en 2000, 2012 y 2018 no presentaron reconfiguraciones de las instituciones ni de los partidos. Hoy, en ninguno de los candidatos a todos los cargos de elección popular existe la preocupación de hacer un intento aunque sea mínimo para avanzar hacia nuevas formas de convivencia institucional.
Por ello, puede decirse que las elecciones de 2024 serán aparatosas por el número de cargos en disputa, pero no significarán ninguna buena señal que revele que los políticos y funcionarios están pensando en mejorar las condiciones de la república.