A finales de los años sesenta se comenzó hablar del esmog en las ciudades. Este término es la unión de dos palabras inglesas: smoke: humo y fog: niebla. Ay, ojitos pajaritos, dijeron las aves y comenzaron a caer fulminadas de los árboles debido a la contaminación.
Ya el poeta Octavio Paz había propuesto que en lugar de esmog dijéramos “neblumo”, pero ninguno le hizo caso. Eso sí, tampoco nadie en “chilangolandia” adquirió conciencia de la amenaza de la contaminación, y con la corrupción de ciudadanos y autoridades ayudamos a tener la atmósfera bien cochina.
Ni esperanzas de cuando Alfonso Reyes, en su célebre ensayo, llamó a la cuenca del Anáhuac, “la región más transparente del aire”. Ni quién haya ido a ver en el Museo Nacional de Arte, allá por la plaza del Caballito, las pinturas de José María Velasco, cuando el valle de México eran tan claro que se podía ver el Zócalo desde el cerro del Tepeyac.
Menos la gente va a saber que en la época de Porfirio Díaz se usaba el tranvía eléctrico, pero también el de mulitas, y la ciudad no tenía tal esmog, aunque había otros contaminante, como la basura, los charcos, los detritus humanos y de los animales.
Bueno, hasta en la época de Tenochtitlán, el hombre empezó a contaminar los lagos de la cuenca del Anáhuac, y debido al misticismo de los aztecas por construir sobre el agua se alteró de manera espantosa la naturaleza, ya que donde había agua, ahora hay segundos pisos, periféricos, metro, eje viales, unidades habitacionales, y no le sigo porque me pongo a llorar.
Se nos olvidó caminar como lo hizo el hombre durante siglos, y al paso del tiempo ganó el automóvil.
Ahora no podemos vivir sin auto, y por dejar de caminar estamos más gordotes. Digo, si nosotros caminamos, que las autoridades ofrezcan un transporte público seguro, limpio y eficaz. Ay, ojitos pajaritos.