El 18 de febrero de 1913, el general Blanquet, en Palacio Nacional, apunta con una pistola al presidente Francisco I. Madero y lo hace su prisionero. Victoriano Huerta, el general golpista, había ordenado su aprehensión.
Algunos países, como Cuba, piden clemencia. Pero a las diez de la noche, del 22 de febrero, le comunican a Madero y José María Pino Suárez, entonces vicepresidente, que serán trasladados a la penitenciaría de Lecumberri.
Pino Suárez teme lo peor, pero ni en esas circunstancias Madero deja de confiar, cree que serán trasladados a un exilio en Cuba, su confianza estaba en que habían firmado sendas cartas de renuncia a sus cargos.
Días antes, los golpistas habían matado a Gustavo, el hermano de Madero, en forma bestial, y don Francisco no lo sabía. Los dos hombres, Pino Suárez y Madero, escoltados por fuerzas militares, son trasladados en autos, Madero en un Protos y Pino Suárez en un Packard. Del Zócalo cruzaron parte de la Merced y la colonia Morelos hasta llegar a los rumbos de la penitenciaria.
Una vez ahí, les dijeron que entraran por la puerta trasera. En ese momento, Madero comprende todo, exclama: “No hay puerta trasera”. Al llegar al jardín que ahora conocemos como del “Ánfora”, en medio de la oscuridad, son bajados de los autos.
El teniente Rafael Pimienta apunta a la cabeza de Madero y lo mata de dos balazos. Al ver esto, Pino Suárez trata de huir, correr, a la vez que grita: “Socorro, me asesinan”. El vicepresidente recibió trece balazos en el cuerpo y la cabeza. Ahí mismo fueron enterrados.
Victoriano Huerta enfurece al enterarse. Había ordenado matarlos, pero quería aparentar que todo se debía a un intento de fuga de ambos personajes. Así que son desenterrados y permite a la familia de Madero llevarse los restos al panteón de La Piedad.
Actualmente, en el jardín hay una placa donde se recuerda que el 22 de febrero de 1913 fueron asesinados Madero y Pino Suárez. Sí, en la penitenciaria que en 1900 inauguró Porfirio Díaz, nombrada con una palabra en euskera, el lenguaje vasco, Lecumberri, que quiere decir, “en el buen lugar”.
Así, el Palacio Negro fue tejiendo su leyenda. Ahora esta antigua y tenebrosa cárcel forma parte de las instalaciones del Archivo General de la Nación.