El cambio en la dirección nacional del PRI era urgente ante la derrota en siete gubernaturas, pero la salida encontrada dejó más dudas que certezas. La escasa formación política del nuevo jefe priista y su dependencia del presidente de la república dejan las cosas como siempre: un partido sometido al gobierno.
El PRI nació como apéndice del gobierno; las pocas veces que ha vivido lejano al poder ha perdido posiciones privilegiadas, entre ellas dos veces la presidencia de la república. Ahora el objetivo es asumir el control del partido para operar la sucesión presidencial del 2018.
Los datos indican que no habrá cambios sensibles en el PRI; la juventud del nuevo dirigente es circunstancial: en sus primeras aparición se vio a un político joven actuando como político viejo. Los sectores corporativos ya lo acotaron y le quitaron margen de maniobra. Enrique Ochoa Reza no mostró alguna novedad que pudiera estimular a los jóvenes a sumarse al PRI.
La estrategia pareciera ser otra: el PRI tiene una base electoral de 25 % con todo y el Verde y necesitará unos 4 puntos adicionales para garantizar la victoria electoral en el 2018. El 75 % de los votos adicionales se lo reparten cuatro formaciones importantes —PAN, PRD, Morena e independientes— y algo les tocará al Verde y al Panal.
Pero el problema del país no es nada más de mayorías electorales con cifras a la baja, sino partidos que lideren la reconstrucción de la república. Con una primera posición de 28 %, el PRI carecerá de fuerza política como para impulsar las reformas que faltan para reactivar la economía a tasas mayores a 2.5 % anual promedio. Si acaso, la victoria apenas le dará para administrar la misma crisis de siempre.
Lo que viene para el PRI es un sacudimiento interno por las primeras quejas a las formas tradicionales de imponer un dirigente que carece de figura política, que nunca ha ganado un cargo público y que llegó procedente del gabinete ampliado. Los priistas ya han demostrado que hacen más daño interno con la pasividad que con el activismo.