El caos urbano desatado por la coordinadora magisterial disidente del SNTE no es nuevo y solo ofrece la acumulación de rezagos políticos no resueltos. Pero también revela la debilidad institucional del sistema político frente a provocaciones irracionales de organizaciones que andan en busca de represión para darle sentido político a su movimiento.
La crisis magisterial, que cada año se instala en la Ciudad de México, es un caso típico de ingobernabilidad, a partir del modelo de Samuel Huntington: el ascenso en la liberación de fuerzas políticas en regímenes que abandonan fórmulas autoritarias y la lenta modernización de las instituciones.
La crisis magisterial en las calles y el Zócalo del DF forma parte del proceso de modernización política. Fundada en 1979, bajo las banderas de democracia sindical y conquistas salariales, la CNTE fue derivando en una agrupación con una agenda de transformaciones políticas y, sobre todo, como un grupo opositor a decisiones de reformas o contrarreformas desde el poder. Hoy, por ejemplo, la CNTE no solo quiere frenar la reforma educativa, sino que exige detener las reformas energética y hacendaria y algún paquete adicional de transformaciones políticas.
Ante la fuerza de intolerancia de organizaciones sociales dispuestas a la ruptura, el sistema político no puede ofrecerse más debilitado, no solo la pérdida de la mayoría absoluta para el gobierno federal en turno desde 1988, sino por la fragmentación política en tres tercios, con el agregado de un PRD radical y rupturista en el seno de la institucionalidad y como espacio de infiltración de los radicalismos sociales.
Asimismo, la crisis magisterial ha jalado la atención a la necesidad de darle prioridad a la reforma del sistema político para evitar que grupos intolerantes se planten en la ciudad con el solo propósito de afectar la vida cotidiana de las mayorías como una forma de chantajear al poder institucional.
Al final, las reformas estructurales saldrán limitadas o no saldrán mientras no exista una reforma sistémica que encauce las protestas, las acote y, sobre todo, las obligue a asumir los costos de la democracia donde mandan las mayorías y no la irracionalidad de las calles.