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Teoría y experiencia
Se sabe bien, o al menos se acepta generalizadamente, que el alcoholismo, el tabaquismo y la drogadicción son enfermedades. O, dicho de otro modo, que los alcohólicos, los fumadores y los consumidores de productos sicotrópicos (como la mariguana, la cocaína, las anfetaminas y la morfina) son enfermos.
Una vez aceptado que estos tres tipos de consumidores son enfermos, y sabiendo que el número de ellos alcanza (juntos o separados) cifras millonarias, ha de aceptarse necesariamente que esas tres patologías constituyen una tercia de graves problemas.
En el caso del alcohol y del tabaco, su condición de problemas de salud pública obliga a atenderlos como se atienden otros problemas de salud pública: mediante amplísimas campañas públicas y particulares de educación, desestimulación, prevención, información, capacitación y rehabilitación.
Es el caso, por ejemplo de los accidentes de trabajo, de los brotes epidémicos, de patologías endémicas y de casos concretos, entre muchos otros, como el sida y el cáncer.
A nadie sensatamente se le ha ocurrido combatir tabaquismo y alcoholismo persiguiendo judicial y militarmente a los productores y comerciantes de bebidas etílicas y de cigarrillos. El único antecedente de una conducta semejante fue la llamada Prohibición en Estados Unidos entre los años 1919 y 1933 del siglo pasado. Y, como bien se sabe, el intento culminó en el más rotundo fracaso.
El combate a la drogadicción, como problema de salud pública, requiere enfoques y tratamientos sanitaristas, médicos y educativos. Y si esta concepción teórica el asunto no bastara para cambiar la estrategia mexicana seguida hasta ahora, la experiencia del fracaso y elevados costos sociales de la prohibición estadounidense debería ser suficiente para entender lo equivocado, costoso e inútil del enfoque criminal de un problema que es exclusivamente de salud pública.
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