Según los datos hasta ahora conocidos, la enfermedad por el virus del ébola es una zoonosis, es decir, una infección de origen animal que por algunas razones en proceso de esclarecimiento ha pasado al ser humano. También fue una zoonosis la influenza española, fiebre que a principio del siglo XX se llevó a la tumba al menos a 50 millones de personas, sobre todo en Europa. Se trató de una gripe de las aves, una gripe aviar.
Igualmente fue una zoonosis aquella terrible epidemia de peste negra o bubónica que, en el siglo XIV, mató a 25 millones de personas, un tercio de la población europea de entonces, así como a otros sesenta millones en Asia.
La picadura de las pulgas de las ratas fue el vehículo de la infección. En el caso del ébola, la infección proviene de la coexistencia del hombre con ciertos animales, como monos y murciélagos. Y, sobre todo, por el consumo humano de la carne de estas especies.
Afortunadamente, y como bien se sabe, el ébola no es muy contagioso, pues para la transmisión hace falta el contacto con los fluidos corporales de un infectado, como pasa, casi exclusivamente, con los familiares cercanos y el personal médico involucrado.
Y si bien la tasa de mortalidad del ébola es muy alta (entre 50 y 60 por ciento de los infectados), los fallecimientos se cuentan por centenas y no por decenas de millones, como ocurrió durante milenios con otras epidemias y otras zoonosis.
Para combatir la patología y salvar la vida del enfermo, la medicina recurre al tratamiento paliativo. Y para frenar la epidemia existen diversos medios: aislamiento del paciente, cerco sanitario, pruebas de laboratorio y, desde la aparición del sida, un enorme avance en el conocimiento y producción de agentes antivirales. Todo ello permite ser optimistas acerca de un muy limitado desarrollo de esta nueva zoonosis.